LA CASITA BLANCA
En ese abrevadero
amable y romántico
el amor fue amo y señor
y hoy bajo sus aleros
no anidan más pájaros
que las palomas donde da el sol.
Quizás la llamaban “La casita blanca”
por tener terraza de sábana inquieta
o quizás porque
el amor furtivo
tiene ojos de amigo
y pluma de poeta
y en sus pasillos
extravió unos calzoncillos.
Cuidó gentilmente
por un precio módico
aquel desliz madrugador
cuando ella con la compra
y usted con el periódico
desayunaron incierto amor
o cuando una boca murmuró al oído
el lenguaje tibio de la ropa blanca.
Cuando los bolsillos
rebosaban besos.
La casita blanca
le proporcionaba
algo discreto
donde encerrar un secreto.
Un mundo de espejos
a media luz pálida
y un perfume familiar
se acurrucan contra
la puerta metálica
que ha clausurado la autoridad.
Los vecinos hablan, las brujas retozan
y un par de pichones huye al descampado
y un viejo ex cliente
pura sensatez
hace bloques de
pisos amueblados
en un tono rosa.
Pero el meublé era otra cosa.