Vie Ene 23, 2009 1:32 pm
Miguel Hernández y Serrat: Tragos de vida, amor y muerte
Rafael Gutiérrez Esquivel*
Debo decir que un día aprendí una hermosa e inédita manera de gozar poesía escuchándola musicalmente. De ese lírico aprendizaje, hace muchos años. No creía, en ese entonces, que tan preciosa carga de nube, así de tan frágil y resbaladiza la sentía yo, se pudiese transportar en la mundana guitarra de un pálido y endeble cantante popular. Como todas aquellas cosas que atañen al hombre y su trascendencia, la poesía debía ser, a toda costa, devotamente respetada. Y eran los poetas, sin duda, los fieles guardianes quienes debían velar heroicamente por su custodia. Por lo tanto, la poesía, en boca de un cantante de presencia radial, no era sino un irrespetuoso producto de la sociedad de consumo. Sin embargo, poco a poco a medida que abría más las orejas del alma, comprendí que ese músico sonando allí en el girante acetato, no era un músico común y corriente. Y más aún: demostraba sin duda conocer, como un sagaz juglar medieval, el oficio de las sonoridades del verso.
El disco que sonaba era Miguel Hernández y el hombre que cantaba era Joan Manuel Serrat.
Ambos, el poeta y el músico, me eran parcialmente desconocidos. Ambas, la poesía y la música –ardua y sombría la del pastor de Orihuela- no terminaban de cuajar en mi desconcertado tímpano.
Algo empero era claro: estaba en presencia de un disco extraño, una asombrosa isla en medio del bullicioso continente de la música rock.
Pronto la densa tristeza de la melodía, la desgarrada angustia de los versos me fueron golpeando y dejándome casi a orillas de la lágrima. Creo, no estoy seguro, haber permanecido en una especie de sonambulismo lúcido.
Y me puse a analizar, más bien a reflexionar, verso por verso. Elegía a Ramón Sijé me pareció, y me sigue pareciendo, una de las elegías más trágicamente bellas de la poesía española. Asimismo una verdadera obra maestra en boca de Serrat. En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo, Ramón Sijé, con quien tanto quería, rezan los primeros tristes versos de esta singular canción.
Y a medida que avanza en su dolor corcoveante, en su melancolía detenida a pausas entre estrofa y estrofa, a uno se le van reventando cosas por dentro, a uno se le viene de pronto encima el fantasma de la guerra y su morado color sangriento. Y uno piensa, sin quererlo, en tanto amigo y hermano muerto, en tantos poetas desgajados por ese hachazos invisible y homicida.
Más tarde, cuando con otras herramientas más sólidas y menos terrenales, accedí a la vida y obra hernandiana, comprendí cabalmente el tamaño del dolor, la extensión de la herida del poeta por la muerte del compañero del alma. (Y es que una buena parte de la obra poética de Hernández no es explicable sino en razón de esa presencia fraterna y orientadora que constituyó Ramón Sijé). Debo decir que no pocos esfuerzos me costó –en ese entonces- develar y asimilar un universo de tanta complejidad metafórica. Serrat sin embargo, dándome esta poesía en un envoltorio musical rico y sugerente, conciso y variado contribuía sin duda a aligerarme la carga. Su timbre ibérico, su diestro manejo de la voz, demostrado con armoniosa soltura en este disco sumamente difícil y ambicioso, su sincera y profunda comunión con el poeta y su tragedia, los arreglos orquestales y su virtuosa ejecución, en fin, todo ello hacían de ésta una obra, repito, sumamente inusitada en el panorama artístico de la época. (Recuerdo asimismo haber hecho otro invaluable descubrimiento: Alberto Cortez. El había estado junto con Serrat, a cargo de una parte de los arreglos musicales).
Menos tu vientre, otra de las canciones o poemas me conmovió por su esperanzado aliento erótico. Su fino inicial rasgueo de guitarra acústica y los solidarios versos apareándose en franca complementación dan un ejemplo de cómo, en manos del verdadero artista, la sencillez temática y musical, adquieren y asumen una dimensión distinta. Esta pieza, al igual que Canción última, con su agónica y suplicante exclamación final, con su sobria flauta alejándose amargamente, enternece y golpea por su hondo drama humano. Transmite lo que quieren transmitir. El sentimiento de sedante amparo que emana y brota de la calidez carnal, de la frutal ternura de la mujer amada cuando todo, allá afuera, es oscuro, inseguro, fugaz, pasado, baldío y turbio, cuando el odio se amortigua detrás de la ventana.
Acaso la pieza de mayor desaliento y amargura: Umbrío por la pena. Acaso porque la escuché en una etapa muy solitaria de mi vida esta canción me quemó el pecho marcándome con su certero y patético fogonazo. Hoy todavía, cuando la escuchó de nuevo, me invade una repentina oleada de desazón escalofriante. (Sólo Vallejo, años más tarde, me golpearía con idéntico cataclismo existencial: ¿Acaso existe un punto, una zona del espíritu donde la desamparada hambruna del peruano y la tuberculosis carcelaria del español se tocan y confunden? Umbrío por la pena, comienza cantando con enronquecida y casi recitante voz Serrat, casi bruno/ porque la pena tizna cuando estalla/ donde yo me hallo no se halla/ hombre más apenado que ninguno/. Y luego, el piano, que con sus declinantes notas, pareciera bajar a los más oscuros sótanos de la desangrada alma del poeta. Finalmente, en tres únicos versos y en una magistral musicalización de los mismos, toda la agonía, toda la desesperanza, de un solo golpe, de la vida, pasión y muerte de Miguel Hernández: No podrá con la pena mi persona/circundada de penas y de cardos/ ¡Cuánto penar para morirse uno!.
Debo repetirlo: un verdadero trago de vidrios es esta canción. Contrariamente, La boca, Para la libertad y Romancillo de mayo son, me parece, las más alegres y vitales de este excepcional álbum serratiano. Hay, en dos de ellas, una cierta tendencia folklorizante que, poco antes, se había americanizado en Mediterráneo. La boca, con su cristalino jugueteo de flautas, con su precisa armonía del verso y la música, es, pese a su apacible aire mortuorio, una pieza incansablemente deliciosa. Para la libertad, llameante canto libertario, acto de fe por aquello por lo que el poeta sangra, lucha y pervive. Y luego, la más retozona, la más repleta de jubilosa virilidad pastoril: Romancillo de mayo: exaltación gozosa de la naturaleza fecundante. Esta canción al igual que las otras permite de veras un alivio aireante en medio de tanta cerrada sombra que destila el disco.
Vendrán después Nanas de la cebolla, acaso el más celebre poema del poeta y la más larga canción del cantante, El niño yuntero y finalmente Llegó con tres herida (la de la vida, la del amor, la de la muerte).
Calmo y enternecedor, desahuciante y funeral este disco de Joan Manuel Serrat.
Desde esa noche en que lo escuché por vez primera han corrido muchas aguas bajo el puente de mi vida. He sido testigo, en posesión de mayores armas, de su rico y gradual crecimiento.
Siempre lo he dicho: Serrat es punto de partida y baluarte de ese fenómeno poético-musical que en América Latina alcanza su más alta expresión con la Nueva Trova Cubana. Ha sido, también, junto con Paco Ibáñez, quien más y mejor ha contribuido a la divulgación masiva de la tradición lírica española. Y dentro de este mundo hispanoamericano, plagado de infamias y grandezas, de glorias y tradiciones, el hombre y el músico y el poeta se han legítimamente politizado. Y con lo más espigado de su talento, nos ha cantado asimismo en su momento, desde su tupida barricada anti-imperialista, que El Sur también existe.
El acto de complicidad, entre el artista y su escuchante, sigue hasta hoy consumándose.
Sin embargo yo siempre vuelvo, testarudo masoquista que soy, a escuchar a Miguel Hernández.
Y es que este disco, en definitiva, no es sino eso: el rescate en tiempos de azoro, desesperanza pero también aluvión optimista, de la bizarra condición de la poesía.
*Poeta y narrador guatemalteco que residió exiliado con su familia en Mérida. Actualmente dirige la Revista de la Universidad de San Carlos.
"En esta vida lo importante no es lo que te ocurre sino cómo lo afrontas" JMS